La mina de Cabanesses, en Súria, es la única de España dirigida por mujeres
1. • «Cada vez somos más las que estudiamos Ingeniería de Minas», dice la subdirectora de la explotación
La mina La galería principal de la explotación de sal. Foto: MARC VILA
MAURICIO BERNAL
BARCELONA
BARCELONA
El anzuelo es que la de Cabanasses, en Súria (Bages), es la única mina de España (y hasta donde se sabe de Europa) dirigida por mujeres, de modo que se convoca a los periodistas y ese día se presentan más de 20, se ponen el traje de minero y se declaran listos para bajar, en compañía de las susodichas, a las entrañas de la Tierra. Es posible que nadie ajeno al mundo de la minería se haya preguntado nunca si hay mineras entre los mineros, que simplemente den por sentado que las hay (o todo lo contrario, que no las hay), pero el caso es que en el planeta de la igualdad la minería aún es un reino por conquistar. En resumen: en esta mina del Bages son unos adelantados.
El día, y eso que es diciembre, es cálido. Con sus cascos, sus linternas y sus botas, sus pantalones fluorescentes y una rápida lección sobre lo que hay que hacer en caso de incendio («no ocurre nunca, tranquilidad»), el grupo se reparte en dos ascensores, que enseguida se hunden a toda velocidad en el suelo. A la salida hace frío. Tres todoterrenos con los techos reforzados esperan. El primero lo conduce Isabel Martínez, que es de Oviedo y es quien dirige la mina. Tiene 36 años. El segundo lo lleva Sara Rabeya, que tiene 32 y es la subdirectora; el tercero, el que cierra la caravana, Mònica García, que es la jefa de turno de las instalaciones. Huele a sal. Paseo por la única (y última) mina de potasa de España.
La máquina con mayúsculas
«Hay un límite de velocidad de 20 kilómetros por hora», avisa Mònica. Alguien le pregunta si hay accidentes y ella dice que de vez en cuando, y recuerda que hace tres años un minero murió tras dormirse al volante. En plena mina. «El coche volcó», explica. La caravana avanza por la galería madre, en la jerga el PIP (plano inclinado principal): un túnel de unos cuatro metros de altura que además resulta lo bastante ancho no solo para que haya, si es necesario, circulación en ambos sentidos, sino para albergar el tubo de ventilación y la cinta que transporta el mineral. Nos dirigimos al encuentro del minador: la máquina con mayúsculas. La que rasga y extrae. La quintaesencia de cualquier mina.
«Antes se trabajaba con explosivos –explica la directora– y una de las ventajas que tienen estas máquinas es que la calidad del material que se extrae es superior». El grupo ya contempla el minador, que trabaja sin descanso y va cargando camiones, uno tras otro. Estamos lo más lejos que vamos a estar y ya no hace frío, todo lo contrario. «Debemos de estar sobre los 31 grados. En todo caso menos de 34 –dice Mònica–.
A los 34 las máquinas se paran».
Algunas cámaras enfocan a los mineros, y poco a poco –parecen hombres muy ocupados– algunos micrófonos se atreven. «Es un trabajo como cualquiera –dice uno–. Al final te acostumbras». Mineras, eso sí, no hay (mineras operarias, se entiende), y en ese sentido la imagen del trabajo sucio en Cabanasses continúa siendo la del tópico: hombres duros apartados de la luz del sol. En total son cerca de 300, divididos en tres turnos para exprimir al máximo la mina. ¿Significa algo ser mujer y mandar a esos hombres duros? ¿Significa algo esa pregunta, o la respuesta a esa pregunta? «Es un mundo de hombres, sí, pero simplemente es que hay cada vez más mujeres que estudian la carrera (Ingeniería de Minas) y se preparan para llegar aquí –explica Sara– Eso es todo. En el interior de la mina no supone ninguna diferencia ser mujer».
Polvillo en el aire
El PIP está lleno de –también es jerga– culatones: pequeñas cavernas excavadas a un lado del túnel construidas las más de las veces como guarida para albergar los transformadores (de luz), aunque también suelen acoger los comedores de los mineros. ¿Y qué almuerza un minero? Bocadillo. El ambiente (siempre hay un polvillo en el aire) no inspira más. La caravana avanza, sigue avanzando entre el polvo, que no se ve, pero ahí está, entre el ruido de la maquinaria y de las cintas, del propio aire, bajo las miradas siempre extrañadas y divertidas de los mineros. La excursión acaba con una visita al taller, que no solo es lugar de reparación sino de alumbramiento: aquí se ensambla todo, porque todo en la mina entra por piezas.
El día, y eso que es diciembre, es cálido. Con sus cascos, sus linternas y sus botas, sus pantalones fluorescentes y una rápida lección sobre lo que hay que hacer en caso de incendio («no ocurre nunca, tranquilidad»), el grupo se reparte en dos ascensores, que enseguida se hunden a toda velocidad en el suelo. A la salida hace frío. Tres todoterrenos con los techos reforzados esperan. El primero lo conduce Isabel Martínez, que es de Oviedo y es quien dirige la mina. Tiene 36 años. El segundo lo lleva Sara Rabeya, que tiene 32 y es la subdirectora; el tercero, el que cierra la caravana, Mònica García, que es la jefa de turno de las instalaciones. Huele a sal. Paseo por la única (y última) mina de potasa de España.
La máquina con mayúsculas
«Hay un límite de velocidad de 20 kilómetros por hora», avisa Mònica. Alguien le pregunta si hay accidentes y ella dice que de vez en cuando, y recuerda que hace tres años un minero murió tras dormirse al volante. En plena mina. «El coche volcó», explica. La caravana avanza por la galería madre, en la jerga el PIP (plano inclinado principal): un túnel de unos cuatro metros de altura que además resulta lo bastante ancho no solo para que haya, si es necesario, circulación en ambos sentidos, sino para albergar el tubo de ventilación y la cinta que transporta el mineral. Nos dirigimos al encuentro del minador: la máquina con mayúsculas. La que rasga y extrae. La quintaesencia de cualquier mina.
«Antes se trabajaba con explosivos –explica la directora– y una de las ventajas que tienen estas máquinas es que la calidad del material que se extrae es superior». El grupo ya contempla el minador, que trabaja sin descanso y va cargando camiones, uno tras otro. Estamos lo más lejos que vamos a estar y ya no hace frío, todo lo contrario. «Debemos de estar sobre los 31 grados. En todo caso menos de 34 –dice Mònica–.
A los 34 las máquinas se paran».
Algunas cámaras enfocan a los mineros, y poco a poco –parecen hombres muy ocupados– algunos micrófonos se atreven. «Es un trabajo como cualquiera –dice uno–. Al final te acostumbras». Mineras, eso sí, no hay (mineras operarias, se entiende), y en ese sentido la imagen del trabajo sucio en Cabanasses continúa siendo la del tópico: hombres duros apartados de la luz del sol. En total son cerca de 300, divididos en tres turnos para exprimir al máximo la mina. ¿Significa algo ser mujer y mandar a esos hombres duros? ¿Significa algo esa pregunta, o la respuesta a esa pregunta? «Es un mundo de hombres, sí, pero simplemente es que hay cada vez más mujeres que estudian la carrera (Ingeniería de Minas) y se preparan para llegar aquí –explica Sara– Eso es todo. En el interior de la mina no supone ninguna diferencia ser mujer».
Polvillo en el aire
El PIP está lleno de –también es jerga– culatones: pequeñas cavernas excavadas a un lado del túnel construidas las más de las veces como guarida para albergar los transformadores (de luz), aunque también suelen acoger los comedores de los mineros. ¿Y qué almuerza un minero? Bocadillo. El ambiente (siempre hay un polvillo en el aire) no inspira más. La caravana avanza, sigue avanzando entre el polvo, que no se ve, pero ahí está, entre el ruido de la maquinaria y de las cintas, del propio aire, bajo las miradas siempre extrañadas y divertidas de los mineros. La excursión acaba con una visita al taller, que no solo es lugar de reparación sino de alumbramiento: aquí se ensambla todo, porque todo en la mina entra por piezas.